domingo, 24 de marzo de 2013

LA LUNA INACABADA

"Dos hombres contemplando la luna"
de C D. Friedrich

Por múltiples razones que no vienen al caso, me veo en la coyuntura de escribir dos reseñas -diferentes, por supuesto- en la misma semana, sobre el mismo autor y acerca del mismo libro. El otro artículo saldrá publicado en breve, en la revista Tendencias 21.
El motivo de fondo es la inconveniencia de extenderse más de lo razonable cuando se trata de hacer crítica literaria. Es por ello que, en este caso, me gustaría referirme a un relato en particular y no al resto de ese libro llamado "Las frutas de la luna" del que, a buen seguro, se hablará y mucho. El relato lleva por título el inquietante nombre de "Las Montañas de los Gigantes a la caída de la tarde".
Pues bien, aparte de las incuestionables calidades literarias a las que nos tiene acostumbrados el autor, Ángel Olgoso, este cuento posee ciertos matices que, a mi juicio, lo hacen particularmente interesante.
La narración conduce al lector hasta la localidad sajona de Dresden, en pleno siglo XIX, donde se desarrolla una suerte de retrato costumbrista en torno al pintor alemán Caspar David Friedrich. Para llegar al citado escenario el autor utiliza tres planos narrativos, por medio de otros tres ficticios narradores que se van dando paso de forma escalonada. De esa manera, el lector realiza un viaje descendente desde el presente hasta el pasado, encadenando el pulso literario por medio de transposiciones temporales que cada uno de los narradores imprime a su particular visión de los hechos.
Siendo los dos primeros, aquellos que incumben a un presente indefinido quienes hacen las veces de genuina introducción al relato final, la estructura dramática resulta tan bien hilada y superpuesta, que en ningún momento da la sensación de que aquellos sean meros accesorios del que contiene la verdadera sustancia, esto es, el tercero.
Confío plenamente en que mis escasos lectores no se hayan extraviado en el dédalo que aparenta todo lo anterior. Si es así, les pido mil perdones y procedo a explicarles el porqué de tal embrollo.
Que un pintor tan reconocido como Friedrich ocupe el interés de un escritor como Ángel Olgoso es notoriamente sintomático. Durante el relato que nuestro autor sitúa hábilmente en las memorias de un tal Johann Graff-Schleier (teólogo, pintor, botánico y diplomático) la trama se resume en algo tan sencillo y a la vez tan lleno de sentido como el obsesivo intento de captar la belleza de la luna. Friedrich acude durante tres noches, acompañado del (entonces) joven Graff-Schleier, en busca del lugar idóneo donde tomar apuntes del natural, con el objetivo de transponer al lienzo la mágica pesencia del modesto satélite. En cuanto al argumento, no hay mucho más que destacar. Tan sólo aclarar que el alumno Graff-Scheier nunca llegó a heredar el genio de su maestro, por más que éste aprovechara las horas que compartieron para -nada más y nada menos- explicarle el sentido del arte.
La imitación esclava de la naturaleza y la ejecución rigurosa son propias del arte malogrado, dice Friedrich, la imagen debe recordar al original, insinuarlo, ocupar a la fantasía mucho más que satisfacer al ojo.
En esas palabras, el escritor nos revela el secreto que todo artista debería conocer y deducir: la realidad debe ser observada con absoluta subjetividad y reescrita huyendo de la pretensión fotográfica, pues ni siquiera el objetivo de la cámara recoge lo que hay, sino aquello que el fotógrafo decide encuadrar. El objetivo no es tan objetivo como puede parecer.
La pretensión de algunos escritores realistas decimonónicos de narrar los hechos sin establecer juicios de valor, es poco menos que un acto de arrogante ingenuidad. El autor existe para reinterpretar el mundo, para enriquecer al lector con otra mirada diferente, e incluso opuesta, a la suya. Ni siquiera el hiperrealismo pictórico más acérrimo ha conseguido establecer una neutralidad en las imágenes que intenta reproducir al mínimo detalle. Y si tal cosa fuera posible -que no lo es por la misma razón que la expuesta con la fotografía- ¿qué sentido tendría una obra que sólo se sostuviera sobre el mérito de la copia exacta? Nada sería más utópico, más fantástico, que el sueño de mostrar las cosas tal como son. Y no hablemos del tedio que acabaría produciendo algo que se puede captar directamente del modelo.
En las palabras que pone en boca del pintor Friedrich, Ángel Olgoso se retrata a sí mismo, nos muestra su hoja de ruta -de forma solapada, eso sí- tal vez con la pretensión de defender un concepto del arte que, lamentablemente, no se ha generalizado. Puede que la confusión que reina en el mundo de la literatura, donde las querencias comerciales se han estancado en los parámetros decimonónicos, tenga algo de positivo. La literatura no está al alcance de todos, eso es cierto, ya que el talento debería incumbir tanto al escritor como al lector. 
El lector medio no dispone del mismo acceso a la lectura de entretenimiento que al verdadero placer que proporciona la literatura inteligente. Delimitar la belleza estilística, diferenciándola de la torpe cursilería, daría lugar a estériles debates que jamás llevarían a buen puerto.
Tal vez nos queda confiar en que, estas mismas circunstancias históricas que han quebrantado la dignidad de las masas, nos devuelvan el brillo de la individualidad.
A los que han llegado hasta el final de la presente -si es que se da la circunstancia- les pido perdón por la licencia, y prometo enmendarme en lo sucesivo, recuperando al menos parte de mi capacidad de síntesis. Confío en que la -¿posible?- lectura de las dos reseñas sobre la obra de Ángel Olgoso, no suenen a reiteración.