sábado, 26 de enero de 2013

COMPLICES


Las portadas de los periódicos –no todos- se hacen eco de las escandalosas cifras del desempleo. Son números; números que no incomodan a quienes los producen.

En las dos últimas legislaturas, con gobiernos –al parecer- de diferente decorado ideológico, se han perpetrado sendas reformas laborales. Esto se traduce, ni más ni menos, que en pérdidas de derechos por parte de la clase trabajadora.

Las matemáticas no mienten: después de cada reforma laboral ha habido escandalosos repuntes en el desempleo. Aun así, ambos desafueros siguen recibiendo alabanzas. Hay muchas formas de psicopatía, y la peor de ellas es la de los que se aferran a un sistema que produce muertos de hambre.

Pero los informativos se limitan a dar números. Millón arriba, millón abajo, los números nada significan si los que producen esos números no son capaces de ponerse en la piel de los seres humanos que hay detrás de las cifras.

Las cifras del paro parecen atender a lo visible, a los puestos de trabajo que se pierden en las factorías, en la construcción, en los servicios públicos, en las sucursales que se cierran cada vez que hay fusiones bancarias. Lo que sucede fuera de nuestro espejo urbano, no existe para el objetivo de las cámaras.

El desempleo se ceba con mucha más crudeza en el campo, que es, a fin de cuentas, el lugar de donde sale gran parte de nuestra comida, la comida de todos. A la insoportable situación económica se ha unido una temporada –la pasada- sin apenas precipitaciones. En las zonas olivareras de Andalucía, la producción de la última cosecha es una de las más escasas de los últimos decenios. El resultado es obvio: no hay trabajo.

Esa mano de obra indispensable para poder sostener la consabida dieta mediterránea se ve obligada a practicar una dieta mucho menos saludable: la dieta del ayuno involuntario.

Durante los años de la burbuja inmobiliaria, los jornaleros perdían el tren del enriquecimiento rápido que el ladrillo proporcionaba en otros lares. A lo más que aspiraban era a alcanzar una forma de vida digna, apartada de las comodidades urbanas y resignada a la austeridad, pero digna a fin de cuentas.

Hipócritamente vilipendiado por la burguesía más rancia, el campo ha seguido cubriendo nuestras necesidades básicas, a pesar de los abusos que han soportado esos mismos productores que, un año tras otro, han visto en las estanterías de los supermercados unos precios cuarenta veces superiores a los que ellos percibían de los intermediarios.

Hace unos días, en Carcabuey (Córdoba), los trabajadores del campo se encerraban en la sala de plenos de su ayuntamiento con la esperanza de ser escuchados. Los informativos apuntan el objetivo hacia otro lado y besan con devoción la mano que les da de comer. El año que viene, esos pudientes que desprecian a los trabajadores del campo, tendrán que aliñar las ventrescas y el jamón con aceite de importación. A ellos qué les importa que esas lejanas gentes de los olivares pasen apuros.

La vida de la mayor parte de los campesinos es dura. Eso es algo que ignoran aquellos que destinan buena parte de un dinero que no les pertenece a salvarles el patrimonio a los banqueros. Hay quien clama desde el foro que se corten las subvenciones al campo, pero no dice nada del restaurante del Congreso de los Diputados, donde sus señorías se dan el filete por tres euros y ochenta céntimos. Para sus señorías es indigno viajar en clase turista; ¿qué opinarían entonces de acudir al trabajo en el remolque de un tractor?   Y eso en el mejor de los casos, porque cuando no hay trabajo, el remolque del tractor es un milagro del cielo.

Los medios guardan silencio. Entretienen a los usuarios con cháchara y balompié. Lo malo del silencio es que tiene demasiados cómplices.