lunes, 2 de septiembre de 2013

LA PUERTA DE LOS ABISMOS


De nada sirvieron las advertencias de mi hermano. Él vino conmigo aquel día plomizo de otoño en que nos mostraron la casa. La casa era fría, nadie lo podía negar. Sin embargo, su precio era más que razonable. Bastaría con una reforma en profundidad para dejarla transformada en el hogar de mis sueños.
Poco me importaron las habladurías de los vecinos. Cuentos sobre familias que enfermaban por las bajas temperaturas de la casa. Historias de niños tísicos que murieron años atrás, quedando su espectro adherido a los cimientos de la casa. Vagas referencias a inquilinos que abandonaban el recinto después de una primera y última noche. Chismes propios de mentes ociosas.
Invertí todos mis ahorros en una reforma integral. Saneamiento de las instalaciones de agua y electricidad, aislamiento térmico en las paredes, ventanas de carpintería metálica con doble cierre, tarimas flotantes de madera y radiadores de última generación. La obra terminó en primavera. Liquidé mis deudas y corrí a instalarme una lánguida tarde de mayo. Calenté una infusión y salí a la terraza a contemplar el efímero crepúsculo. Cuando cerré la puerta tras de mí lo comprendí todo. No era cuestión de aislar la casa de la atmósfera exterior, porque lo de fuera nada influía en lo de dentro. El frío ya estaba en la casa, antes que la propia casa.

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