miércoles, 7 de noviembre de 2012

DESPUÉS DE LA LLUVIA


Me gusta la lluvia.

Y no es por llevar la contraria.

Será porque no le encuentro tantos inconvenientes como ventajas. Nos quejamos del calor en verano, del frío en invierno y de la lluvia cuando cae... si es que cae. Pero apenas reparamos en la inmensa fortuna que tenemos al ser parte de todos esos cambios.

La lluvia significa volver a empezar, recubrirse de esperanza o acurrucarse bajo un edredón de plumas.

Uno, que ya ha dado algún que otro paso en el otoño de su vida, no deja de asombrarse al contemplar los deslumbrantes amarillos con que se coronan algunos árboles. Un asombro que se enciende y se extingue ante todo ese esplendor que es efímero por definición.

Me fascinan los días plomizos de otoño, el olor a tierra mojada, los embotellamientos de paraguas, el chapoteo de los zapatos sobre los charcos, el tintineo de las gotas en la ventana, el consomé caliente y los gruesos calcetines de lana. 

En los días lluviosos habría que congregarse en las tabernas y brindar con vino generoso e improvisar cancioncillas incorrectas y sonreír, sonreír a diestra y siniestra, e invitar a beber –el que pueda- y abrazarse con desaliño y dejarse engatusar por alguna sonrisa de esas que vuelan por su cuenta y sin destino. 

Pues sí; deberíamos celebrar la primera lluvia de otoño como se celebraban las fiestas paganas: saliendo a campo abierto y danzando ebrios hasta empaparnos, dejando, al menos por una vez, que el agua limpia se nos cuele por las rendijas del entendimiento y nos toque muy adentro, más allá de los poros del corazón.

Después de la lluvia, uno puede respirar algo parecido al aire, e incluso es posible acercarse a las ramas de un naranjo, extender el dedo índice y recoger una gota, esa perla inerte que suele quedar suspendida en el ápice de las hojas.

Ya habrá tiempo para las cegadoras luces y los interminables atardeceres del pardo agosto. Días quedan por delante para sentarse en las terrazas y mirar y admirar anatomías ajenas. Nunca faltarán ocasiones para abanicarse un sofoco y volver a echar de menos una buena tormenta, de las que suscitan plegarias a Santa Bárbara bendita. 

Me gusta la Lluvia porque, entre otras cosas, tiene nombre de mujer.

  Y no hablemos del arco iris.

lunes, 5 de noviembre de 2012

LOS PARAISOS PERDIDOS






Yo me crié dentro de un poema. Mi infancia era tan inerte que más de una vez dormí sobre los nenúfares. Me pasaba los días y las noches soñando. Si no hubiese sido así, creo que me hubiera vuelto loco. Lo que falsamente llamamos realidad no me interesaba, incluso me parecía una tortura: yo quería asomar los ojos en el reverso de las cosas, a la vuelta de todas las esquinas, al otro lado del horizonte.