En la Avenida de la Desolación
habitan hombres y mujeres de todos los colores, de todos los sabores, de todos
los tamaños, de todos los sonidos, de todos los credos, de todos los humores.
Caminan a intervalos irregulares zigzagueando sin sombra bajo el cielo plomizo
de otro día perdido. Se desplazan veloces sin el menor interés en el trozo de
vida que recorren. Pululan invisibles, insensibles, insignificantes,
transformados en números que se diluyen en la masa.
Todo el universo habita en la
Avenida de la Desolación. Nada se escapa a ese sistema de cuerpos celestes que
recorren una y otra vez los mismos caminos por el bulevar. Todo lo que pasa y
habita en este pedazo de hormigón tiene su cometido. Hasta los mendigos cumplen
con su función.
En la avenida de la Desolación,
menudean las miradas furtivas, los otoños pesimistas y los desprecios por el sentimiento
ajeno.
Bajo el asfalto de la Avenida de
la Desolación se pulverizan decenas de miles de cadáveres olvidados. La gente circula
sobre los muertos sin historia, los muertos del silencio, los muertos de la
infamia, ignorando que en otro tiempo esos huesos estuvieron dotados de
conciencia, de deseo y de ansia de belleza.
Una bandera ondea al final de la
avenida, empañada de sangre y vergüenza. Una bandera preside orgullosa el paseo
de las chicas PeloPantene que venden su estulticia a cambio de veinte segundos
de gloria.
Un batallón de cretinos derrocha la
única vida que le ha sido dada frente a una pantalla que vomita inanidad.
La vanidad se baña en el trivial reflejo
de los escaparates mientras se deja robar los suelos por las luces de colores
que centellean a su alrededor.
Una sotana inquieta reparte
almanaques que reproducen angelitos con el culo sonrosado y la mirada
inexpresiva.
Una alimaña viscosa te proyecta su
aliento nauseabundo en el cogote, y sientes un irrefrenable deseo de aplastar
esa vida insignificante como el que pisa una cucaracha. Pero tú no haces nada;
siempre acabas dejándolo estar, dejándolo pasar, dejándolo seguir con su ritual
de atrocidades.
La mujer policía con el pelo
recogido en una cola de caballo te cachea con unos ojos amenazantes.
En la avenida de la desolación se
acunan las estridentes notas del peor violinista del mundo. El viejo de mirada
desamparada toca su pobre instrumento de forma automática, arrancando graznidos
de gaviota a las polvorientas cuerdas, sofocando el canto de los jilgueros con
una melodía cansina. Pero de vez en cuando, tal vez por aburrimiento, el peor
violinista del mundo recuerda su terruño rumano y hace llorar a esa cajita de
madera que poco antes malograba con aire de desprecio.
Pero, alto ahí, por el horizonte
va surgiendo una pléyade de bicicletas que se adivinan reconstruidas con piezas
ajenas. Pedalean con el aire fresco del
futuro desoyendo las voces de la cordura que les recuerdan algo que ya
sabían de antemano: no está en sus manos llenar de árboles la avenida, nada
pueden hacer contra los muros de la realidad. Y sin embargo nunca se detienen,
nunca se rinden ante las evidencias, nunca bajan la voz aunque conozcan su
impotencia.
El viento barre el polvo y agita
peligrosamente las faldas. Se acerca la tormenta por encima de las montañas.
Hay un silencio de motores, un aullido triste en la lejanía, y cae la primera
gota de sangre sobre la acera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario