miércoles, 20 de julio de 2011

EL PRÍNCIPE DE MI REPÚBLICA


Nunca antes había escrito algo sobre Lolo. El hecho de que se trate de un perro no es óbice para que un escritor dedique unas líneas a su figura. Una figura grande y flemática que hace ya doce años me acompaña. Precisamente en estos momentos, mientras tecleo estas palabrillas, Lolo sestea apoyando su cabezota sobre mi pie derecho. La cuestión de que mi perro sea o no guapo es, probablemente, algo subjetivo. Lo que a mí me importa es eso que le hace único: su carácter. Pues, cuando paseamos por la calle, es corriente que otros perros, generalmente menos agraciados y más bajitos que Lolo, le increpen con unos ladridos generalmente ridículos. Por supuesto, lo normal es que Lolo pase de largo con la cabeza alta y mirada despectiva. Nada de eso le conmueve. Él sabe que esos grotescos ladradores se ponen gallitos por pura envidia y porque ellos tienen la cabeza más cerca del culo. Eso sí, ninguno de ellos se atreve a un tête a tête por aquello del riesgo a ser pisado por una de sus manazas. Tampoco es que Lolo sea amigo del confrontación, más bien parece que todo eso de llegar a los dientes es completamente ajeno a su forma de ser.
Cosa aparte es su relación con las personas. Yo diría que, por más reveses que le ha dado la vida, Lolo sigue convencido de que todo el mundo es bueno. Hay, entonces, quien se acerca completamente subyugado por la sonrisa bonachona de Lolo, y acaricia sus orejas de terciopelo, dejándose llevar por los encantos del sujeto en cuestión, o quien se cruza a otra acera ante la amenaza de un animal “previsiblemente peligroso” a juzgar por su tamaño. De todo hay en la viña del señor; menos uvas. Él, en cambio, ignora las fobias ajenas, pasa olímpicamente de las envidias, y se preocupa más por darse un trote entre las flores y soñar con que siempre es posible un mundo mejor aunque lo más fácil sea empeorarlo.
Sinceramente, a mí me gustaría parecerme a Lolo.