miércoles, 30 de noviembre de 2011

MATADERO CINCO: ASI FUE



De vez en cuando uno vuelve a reencontrarse con autores que creía haber olvidado y que, en realidad, permanecían latentes en algún rincón de la memoria. Hace tiempo –unos cuantos años- tuve una grata experiencia con la lectura de aquella novela “El desayuno de los campeones” de un tal Kurt Vonnegut, que me dejó algo más que un buen sabor de boca. Para quien no conozca la obra de Vonnegut, habría que aclarar que no hablo de un autor alemán, sino de uno de los mejores escritores norteamericanos del siglo XX. “Matadero cinco” (1969) fue tal vez su obra maestra; una novela que esconde una singular muestra de carácter bajo un apariencia sencilla. Dicen de Vonnegut que su prosa no tenía un estilo complicado; nada más lejos de la realidad. Si los continuos saltos temporales, la aparente anarquía argumental y la continua ósmosis entre realidad y esquizofrenia no son estilo, que venga Carpentier y lo vea. Van por mal camino los que confunden estilo con retórica.
Ahora bien, mucho más allá de la impecable presentación de la trama, “Matadero cinco” contiene una de esas cosas que la historia decide aniquilar –generalmente por razones espurias- bajo un manto de extrañas simulaciones. Las grandes mentiras de la historia siguen ahí, agazapadas tras un parapeto de conveniencias políticas y formalidades ideológicas. Desde siempre, los que ganan las guerras tienen el privilegio de escribir la historia a su imagen y semejanza, pero, por muy de Perogrullo que resulte esta afirmación no dejará de tener sus consecuencias. Sirva de ejemplo la idea que ocupa el inconsciente colectivo de que la bomba de hidrógeno arrojada sobre Hiroshima fue el acto de guerra que tuvo la peculiaridad de cobrarse mayor número de víctimas en menor espacio de tiempo. Nadie aclara que las toneladas de bombas –en este caso no nucleares- arrojadas sobre Tokio mataron muchos más japos que las de Hiroshima y Nagasaki juntas. Pues bien, pocos o muy pocos saben que los aliados lograron su plusmarca en una sola noche de bombas incendiarias sobre la población de Dresde: 130.000 muertos –según el autor- amén del insignificante detalle de convertir en fosfatina la (hasta entonces) ciudad más bella del mundo. Y algunos se preguntarán, ¿y no es más cierto que los nazis procedieron a la destrucción de millones de vidas inocentes e incontables núcleos urbanos que hoy deberían constar en la exigua lista del patrimonio de la humanidad? Y yo me repregunto ¿se puede justificar un crimen contra la humanidad con otro crimen contra la misma humanidad? ¿Son los muertos civiles de los países aliados más valiosos que los muertos civiles de los países que provocaron la guerra mundial? La respuesta se cae de pura lógica; un exterminio es un exterminio provenga de donde provenga. Tan genocida fue la acción de las bombas y las balas germanas sobre población civil como las de los aliados. Tan atroz fue la acción de los campos de concentración alemanes, como la de los gulags soviéticos. Tan idiotas son los que inventan las guerras como los que acuden a inmolarse inútilmente en ellas por un invento tan etéreo como el patriotismo. ¿Qué estado, país, imperio, reino, principado, nación o república podría presumir de no haber torturado a nadie en toda su historia?
Más allá de valoraciones morales, parece haberse convertido en ley el hecho de que la ocultación de la verdad forme parte de la historiografía. Esto no suele suceder a niveles académicos, si bien deja su impronta en los medios de masas. Así las cosas, todos los años seremos testigos en el telediario de los golpes de campana de Hiroshima, de la misma manera que rara vez se habla sobre aquella ciudad sajona retratada por Tintoretto, que se convirtió en fuego durante los días 13, 14 y 15 de febrero de 1945 achicharrando a unas decenas de miles de seres humanos, con nombre, apellidos y anhelos truncados.
En el libro “Sobre la historia natural de la destrucción” (1999) de W.G. Sebald, se describen los bombardeos aliados contra Hamburgo y Dresde con los vívidos testimonios de los escasos supervivientes. Hace un par de años, cuando visité la ciudad donde el arquitecto Semper creó las formas prodigiosas que hoy vuelven a alzarse como si nada hubiera pasado, me fue imposible imaginar que aquel enorme río Elba pudiera arder como un “huracán de fuego” que absorbía a su paso todo vestigio de vida. La reconstrucción de Dresde –muestra fehaciente de un poderío económico tan consolidado como despiadado- puede devolver buena parte de un esplendor cruelmente desaparecido, pero nunca hará resucitar a los muertos, sobre todo si los muertos son deliberadamente olvidados por la historia.
Obvio es decir que las guerras son ideadas por los ineptos y practicadas por unos niños.

2 comentarios:

  1. En efecto, querido dios. Nada hay más infantil que las guerras. El guerrero de los siglos XX y XX es un niño que se esconde, ataca, contraataca y se defiende. Nada más divertido. Sólo que para evitar las guerras no es imprescindible prohibir los juguetes "violentos" sino trincar al que las propone y degollarlo (o desollarlo, es práctica más oriental y dolorosa) allí mismo. Sin compasión

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